Al principio creemos sólo en lo que vemos con nuestros ojos pequeños.
A veces, cuando la memoria nos invita, lo que miramos nos habla
de otras cosas. De momentos, de personas, de sensaciones, que parecían perdidas
y sólo estaban guardadas. Recordamos. Revivimos de alguna manera lo recordado. De
alguna manera.
Otras veces, lo que miramos se deja invadir, nos da paso y nos
desvela algo inesperado. Detrás de lo que contemplamos, a veces, podemos
advertir un gesto que nos ha estado acariciado sin saberlo, una palabra que ha
movido el corazón y nos ha acercado a otro, un odio que se mueve lentamente
hacia nosotros o que sutilmente enviamos como dardos, un cuidado esencial que
nos alcanza ahora...
Y esa realidad que late tras lo que vemos, y que a veces
percibimos, nos permite creer más allá de lo que vemos. El mundo se dilata, y entonces podemos aprender a desvelar verdades, y engaños, distancias, máscaras, caricias,
heridas...
Hay que estar muy atento. Mirar como mira un niño, como
limpiándonos los ojos todo el tiempo, sin hablar, sin anticipar, sin juzgar.
Recibirlo como don.
Y aceptar.
Y eso nos hace siempre un poco más libres.