domingo, 9 de diciembre de 2012

nunca es del todo


Al principio el barro es blando, maleable. De algún modo me sigue, se deja hacer. Pero al final, al permitir que vaya secándose, que endurezca, al cocerlo... siento que lo que he trabajado tanto va escapando definitivamente de mi control. Esa dureza, ese permanecer ya sin cambiar, es como el final del diálogo entre el artista y el barro.

Pero esa dureza definitiva no es sólo el modo de permanecer en el tiempo, de pervivir, igual que las palabras impresas de un poema, no son sólo su modo de permanecer. Aún hay más milagros.
Lo acabado se traduce, sorprendentemente, en una nueva apertura, en la posibilidad de significar más, de comunicarse con otros. El lenguaje del barro y el lenguaje del artista se han fundido en una palabra, palabra que ha sido purificada por el fuego para que permanezca.
Y es entonces cuando al ser pronunciada por otros, se recrea, crece, cobra una nueva dimensión, suena con el acento propio del que la mira, la toca, la contempla. El don ofrecido se convierte en una palabra nueva que permite descubrir, reencontrar, reafirmar, sensaciones, matices, miedos o esperanzas del propio ser, en su propia historia. El diálogo encuentra sus propias palabras, su propio lenguaje, y se hace don.
Y lo que cada uno interpreta, lee, escucha, siente, ante una obra de arte es tan verdadero como el sentido original del autor. La obra se abre a los otros, se entrega, y creo que esto es enriquecedor especialmente para los que no tienen el don del oficio, porque les permite participar, o más aún, les permite crear, ser también artistas, con  palabras de otros, pero con el acento de su propio lenguaje.
Lo inmóvil es cambiable, porque la luz, y la mirada, y las sensaciones, y los recuerdos, son capaces de transformarlo y transformarse.
Al principio sólo es barro. Tremendamente maleable. Tremendamente frágil.