Al principio el barro es blando, maleable. De algún modo me sigue, se deja hacer. Pero al final, al permitir
que vaya secándose, que endurezca, al cocerlo... siento que lo que he trabajado
tanto va escapando definitivamente de mi control. Esa dureza, ese permanecer ya
sin cambiar, es como el final del diálogo entre el artista y el barro.
Lo acabado se traduce, sorprendentemente, en una nueva
apertura, en la posibilidad de significar más, de comunicarse con otros. El
lenguaje del barro y el lenguaje del artista se han fundido en una palabra,
palabra que ha sido purificada por el fuego para que permanezca.
Y es entonces cuando al ser pronunciada por otros, se
recrea, crece, cobra una nueva dimensión, suena con el acento propio del que la
mira, la toca, la contempla. El don ofrecido se convierte en una palabra nueva
que permite descubrir, reencontrar, reafirmar, sensaciones, matices, miedos o
esperanzas del propio ser, en su propia historia. El diálogo encuentra sus
propias palabras, su propio lenguaje, y se hace don.
Y lo que cada uno interpreta, lee, escucha, siente, ante
una obra de arte es tan verdadero como el sentido original del autor. La obra
se abre a los otros, se entrega, y creo que esto es enriquecedor especialmente
para los que no tienen el don del oficio, porque les permite participar, o más
aún, les permite crear, ser también artistas, con palabras de otros, pero con el acento de su propio lenguaje.
Lo inmóvil es cambiable, porque la luz, y la mirada, y las
sensaciones, y los recuerdos, son capaces de transformarlo y transformarse.
Al principio sólo es barro. Tremendamente maleable.
Tremendamente frágil.