jueves, 23 de julio de 2015

cicatrices

Un desastre completo. Al abrir las puertas del horno de cerámica, dos de mis cuatro esculturas han estallado, sí, literalmente, y se han llevado por delante a una tercera. Con el ceño fruncido, amontono los trozos, aún templados por el calor de la cocción, sobre la mesa, y voy separándolos, como en un rompecabezas, mientras intuyo qué puede haber pasado. El enfado por mi propia torpeza, y la frustración, han tenido el tiempo justito de expresarse y apartarse, y ahora la mirada, las manos, las sensaciones, juegan con las piezas en una inesperada prolongación del proceso creativo.
Lo peor son los trocitos, son decenas, y muchos de ellos ya no van a poder encontrar su sitio. Los fragmentos más grandes van encajando y poco a poco las figuras vuelven a ser reconocibles, pero las grietas y los pequeños huecos dejados por las esquirlas que no encuentro son evidentes.

Buscando cómo deshacer tanto destrozo, me viene a la cabeza la imagen de unos cuencos de cerámica rotos y pegados con resina mezclada con oro, un antiquísimo quehacer oriental llamado kintsugi. Es una imagen hermosa, e imagino la terracota y el oro, las líneas doradas, brillantes, pulidas, que embellecen lo roto y le dan un valor mayor y admirable… Me siento deslumbrado, y paso los días planeando cómo hacerlo con mis figuras rotas. Pero algo chirría por dentro. Es un aviso que conozco, y he parado todo, dejando pasear la mirada por mis estanterías, mis cajas de material y mis sensaciones. Busco. Me abro y espero. Escucho.

Han pasado un par de meses. He comenzado a encolar las piezas con cuidado, en el orden preciso para que todo vaya encajando. Cuando las piezas están bien unidas y todo lo completas que este peculiar rompecabezas me ha permitido, y la cola ha secado, voy rellenando las grietas con otro tipo de arcilla, que no necesita el horno para endurecer. Espero que todo se seque, lijo despacio igualando las superficies, soplando para apartar el polvillo. 

Miro despacio el resultado, adivinando las líneas quebradas en un tono ligeramente distinto. Paso la yema del dedo por la superficie, apenas alterada, dejando que los sentidos entiendan lo que encuentran.

Y, una vez más, me reconozco. No son piezas reparadas, no lucen pulidas grietas de oro que les dan valor y prestigio. Son las mismas figuras, la misma expresión, el mismo reflejo de las emociones, tensiones… que de un modo inesperado y humilde, me han regalado sus cicatrices.