viernes, 3 de julio de 2015

lecciones de anatomía

Cualquier día de estos voy a tener un disgusto. Ya he recibido alguna mirada entre interrogante y molesta en el autobús, camino del trabajo, o en el patio del colegio esperando a los niños. Es verdad que no se trata de nada oscuro o inconfesable, pero ellos no lo saben. Ellas tampoco.

Tengo más o menos controlado el asunto en lo cotidiano. Pero ha empezado la temporada de piscina, y tengo que estar alerta como nunca en mis observaciones. Intento, desde luego, ser discreto, pero es que me fascina tanta lección de anatomía.

Me tiene encandilado la increíble variedad de formas y matices de cualquier cuerpo, hasta el punto de que a veces he pensado que no hay dos personas con el mismo número de músculos. O quizás es que no estén colocados en el mismo sitio. No me paro apenas en los cuerpos tumbados y quietos, a punto de humear bajo el sol implacable. La vista deambula y se tropieza en las posturas, los perfiles, los cuerpos en movimiento, o mejor dicho, detenidos en mitad de un movimiento, en ese instante en el que el cuerpo se ofrece en una posición inusual, siempre nueva...

Cuando estoy en estas, esa mirada continuada -que inevitablemente acompaña a mi quehacer con la escultura- casi siempre desencadena un proceso que se inicia de modos muy diversos: una cicatriz o un tatuaje, unos pies deformados, un cuerpo de cine, una madre junto a su hija adolescente, la suave curva de una espalda, un modo de andar, una risa que lo invade y lo agita todo…. De repente, vienen las historias. Vividas o por vivir. Imaginadas siempre, aunque uno pudiera aventurarse a narrarla, aun sabiendo que se equivoca. Y de las historias, a la presencia. A esa presencia protagonista de una historia real, breve, larga, intensa, mediocre, desconocida, que ha dejado o va dejando, o quizás deje, su rastro en ese cuerpo, en esos gestos. Y que inconscientemente se me ofrece así, tan levemente.

Miro mi propio cuerpo, las manos ya adultas que me recuerdan tanto a las de mi padre, aunque no se parezcan; mi barriga cincuentona que hasta hace poco era incipiente, los pies endurecidos, el pelo entrecano y liso, las muchas pequeñas cicatrices en mi piel… Giro la cabeza buscando a los niños. Allí siguen, en los toboganes de la piscina, una y otra vez lanzándose al agua sin cansarse. Sonrío y vuelvo a pasar la vista en torno mío.

A veces, mirando así a la gente, me invade la ternura.