lunes, 11 de julio de 2016

la entrega



La figura estaba casi arrinconada en una de las estanterías bajas de mi estudio. No es muy grande, algo más de un palmo de alto. El barro violeta, áspero al tacto y a la vista, le da una fuerza especial.

Hice el comentario sin mucha convicción mientras se la enseñaba a una amiga:

- Es Isaías.

En mi mano, la imagen de un hombre enjuto, enfadado, con un niño pequeño sentado en su brazo izquierdo, que se agarra a su cuello y esconde la cara en su hombro; el brazo derecho abierto hacia fuera, 
siguiendo la mirada del  hombre, como si tuviera la mano extendida y crispada en un gesto violento de parar a alguien, de detenerlo para defender al niño… Como si tuviera, porque no hay brazo derecho; acaba justo después del hombro.

- Un profeta del pueblo de Israel que vivió hace casi tres mil años. También es recordado por su defensa de los huérfanos y las viudas, los más débiles…
Noto que hablo con desgana. Siento el peso de la figura, y su textura. Comencé a modelarlo casi como un ejercicio de manos, para no estar parado. Ni siquiera la idea de modelar un profeta había sido mía. El barro se dejó hacer, aunque no quiso piernas: la figura acaba más o menos a la altura de las caderas. La mano izquierda, delgada y nervuda, se me afiló un poco más de lo que quería, pero le daba fuerza. El rostro salió enseguida. Alargado, con una breve barba, la boca entreabierta, la mirada iracunda, indignada.

Hasta que llegué al brazo derecho. 

No hubo manera. Tenía –y aún tengo- la imagen exacta de lo que quería modelar. Un brazo fuerte extendido, la mano abierta, crispada… Pasaba el tiempo y no lograba modelar ese brazo y esa mano. Hasta que llegué a ese punto que siempre me obliga a decidir: por un lado, sé que puedo modelar lo que quiero, pero ¡no estoy pudiendo! Por otro, algo me dice que ahí se acaba el trabajo, que el barro se empeña en que sea así y que no voy a poder vencerlo, y que no es abandonar sino aceptar, y que eso es por algo, algo que casi siempre se me descubre en el momento más inesperado. Y acabé la escultura sin brazo. La llevé a cocer -casi excusándome ante la ceramista que me alquila su horno-, y acabó arrumbada entre otras piezas.

 - ¿Isaías?

Mi amiga no dejaba de mirarla.
- ¿Te gusta?

Le hice la pregunta sorprendido de su atención por la pieza. Estaba como fascinada, como si la pequeña escultura le hubiera tocado en algún lugar inesperado. No dejaba de mirarla.
“La miro, la remiro desde todos los ángulos, la toco con los ojos abiertos, con los ojos cerrados... Aún no puedo creer el milagro de ver ahí, materializado, un sentimiento mío tan profundo...".
No podía saber lo que pasaba en ese momento por su corazón, pero sí que la pequeña escultura de barro había encontrado su lugar, y había dicho la palabra que tenía guardada. Una palabra que no era mía, ni suya, que se iba a desvelar desproporcionada, inmensa, llena de vida.
"Si hubieses podido modelar el brazo, esta escultura representaría mi deseo, mi fantasía... y me habría gustado. Así, mutilada, impotente, representa mi dolor más profundo… “.
Tuve, de nuevo, una clara y agradecida sensación de ser instrumento. De haber respondido, sin saberlo, a un encargo que me sobrepasaba. Creo firmemente que somos amados por un amor más fuerte que la muerte; y que ese amor estaba hablando a mi amiga a través de esa pequeña escultura. Sin yo saberlo, Dios me había hecho un encargo hacía meses y hoy era la entrega.

No lo dudé.

- Cógela. Es para ti.